Cuando revelamos esto odiaba las fotos. Prácticamente ni una enfocada y eso que no hay que hacer nada. ¿El flash? Peor incluso.
Pero ay el color. Y la naturalidad. Creo que cada vez hago peores fotos, pero cada vez las disfruto más.
Desde que mi segunda hija nació, hace 4 meses, mi hija mayor me ha ido demandando más y mejores historias para irse a dormir por las noches. Eso me ha obligado a desplegar un repertorio de cuentos tal, que muchas veces los mezclo debido al sueño que suelo tener a partir de las 21:30.
Luna, siempre más despierta que yo a esas horas, me insiste en que no me detenga a roncar en mitad de una historia. Así que, como una versión moderna y light de Serezade, cada día tengo que reinventar las historias para ganarme su aprobación.
A pesar de su tierna edad (todavía no ha cumplido los 3 años) los personajes que más la fascinan son las bailarinas, las brujas y las sirenas; creando para sí muchas veces personajes combinados entre esas tres posibilidades. Lleva ya dos meses que siente especial predilección por las brujas, tanto las buenas como las malas. Así que para ensanchar su imaginación, ilustro mis cuentos improvisados con mi archivo fotográfico acumulado.
Hoy os traigo el último personaje al que he sacado provecho: una sesión que hice años atrás con una amiga. No pretendí en ese momento representar ningún rol ni nada en concreto, pero en estos días me viene de perlas para explicarle a mi hija que las brujas, por muy malas que sean, adoran comer fruta todos los días.
Yo últimamente salgo a hace fotos como pollo sin cabeza. Así que por qué no hacer una colección de eso que me falta.
Mi Año Nuevo no ha comenzado todavía. Está en ciernes, a la espera de traspasar esa curvatura lunar que la contiene. Cuando sea alumbrada, pequeña y luminosa, será cuando cuente doce campanadas mientras abrazo a mi mujer. Ahí arrancará mi 2023.
Todos los nuevos propósitos que suelen acompañar estas fechas están silenciados, boquiabiertos. Admiran con ternura y callan porque se saben pálidos y nimios ante esa nueva criatura que viene.
Hay un gozo tenso en nuestro hogar, y es que Ariadna (ese será su nombre), se puede derramar ya en cualquier momento. A este otro lado de la orilla la esperamos y recibiremos.
Cuando en estos días me preguntan cómo se presenta el 2023, callo y sonrío. Voy a hacer el mayor hueco posible entre mis brazos para acogerlo como venga.
Escribo esto como nota mental para que nunca se me olvide, ahora que se acaban estas navidades de las que llevo quejándome desde antes de que empezasen.
Son épocas difíciles para muchos. Para los que no nos dejamos llevar por el sentimiento de felicidad “forzada” por unas u otras razones. Recuerdos, traumas, obligaciones que se te hacen bola.
De casualidad he encontrado estás tres fotos que le hice a mi abuela hace un par de años mientras preparaba las tostadas de navidad. En Cantabria las torrijas las comemos en esta época del año y las llamamos tostadas. Así somos.
Las tostadas de navidad de mi abuela son un hito en mi familia. Cuando se acerca Nochebuena, todos damos por hecho que habrá una bandeja repleta, dejándose a enfriar en la encimera. Cojes una con la mano, para hacer la cata. Cada año deliciosas y ella cada año repitiendo que le han salido mal, que están demasiado dulces, demasiado secas, demasiado quemadas…
“Este año el pan está carísimo y me he pasado con el azúcar, pero te hago un tupper y te las llevas a Madrid” Antes de ayer me comí la última, calentándola un poquito en el microondas para potenciar ese picor cítrico del limón, la naranja y la canela.
Si hay algo para mi que es Navidad es ese sabor. Me despido de él asta el año que viene si la vida quiere.
Aún con el regusto en la boca, friego el tupper y lo guardo bien para devólverselo en cuanto pueda, que sino me regaña.
¿No os pasa que la Navidad os deja siempre un regusto agridulce? El 7 de enero para mí es un día extraño. Siento alivio y tristeza, energía y ansiedad. Se junta el vértigo que me da el tener un nuevo año por delante con la angustia que me genera el pensar en lo rápido que corre el tiempo. Las celebraciones navideñas me sobrevuelan sin darme cuenta y para cuando he abierto los ojos todo ha pasado y ya no tengo nada a lo que agarrarme. Esto me pasa todos los comienzos de año.
Este enero está siendo particularmente raro. Pienso en el 2022 y no sé muy bien qué es lo que ha pasado; así que rebusco en mis archivos. Las fotografías siempre me han atado a la realidad, me recuerdan que yo estuve allí y que vi lo que vi. Estas son las pruebas visibles de que no me he vuelto loca.
El día 1 de enero a las 00:11 me llamó mi abuela por teléfono. En un primer momento me asusté, ya que mi yaya hace tiempo que no celebra fin de año y decide irse a dormir sobre las 22h religiosamente, sin romper su hermética cotidianidad. Al coger la llamada me felicitó el año de una forma muy animada, notaba las copas de más en su voz. Me explicaba que estaba en casa de su amiga Mercedes y que, como iban a pasar ese día solas, decidieron montarse ellas la fiesta. Me puso feliz escucharla empezar así el año.
Siempre he tenido la superstición de pensar que como pases el primer día del año es un resumen de cómo irán los otros 364 días. Es una presión que debería abandonar algún año de mi vida, pero no va a ser éste.
Cuando volví del viaje y fui a verla me explicó esa noche entre risas y bromas. También hicimos las primeras fotos del año de ese proyecto fotográfico que compartimos y del que tantas horas ocupa en mi vida y dispersa cabeza.
Así que este año si hemos empezado tan bien todo nos indica que nos saldremos con la nuestra :)
Yo os reconozco que a veces me canso de buscar un tema todos los meses sobre el que escribir. Vine a esta playa buscando disfrutar de un atardecer sin más. Sin pensar en la vida y con el encefalograma un poco plano. Vale que vine también un poco por los espetos. Y los vinitos.
No esperaba encontrarme destructores imperiales en el cielo. Seguramente sean los vinitos. Tiene que serlo, porque las gaviotas también me dan vueltas.
No sé, creo que podría acostumbrarme a esto todas las tardes.
Sofía ha abierto la ventana y un soplo de aire helado le ha dejado las orejas rojas. Mira la ciudad desde arriba y se pregunta cómo ha llegado hasta allí. Cuando una está dentro de la casa, todo se ve distinto, a veces más acogedor, a veces más asfixiante. Ella observa y se pregunta qué diferencia hay entre lo que hay dentro y lo que está fuera, entre el calor y el frío, entre este lugar donde se encuentra ahora y el lugar donde nació.
A veces me canso un poco de los textos intensitos. Los míos incluidos. De hecho, principalmente de los míos. Me pregunto si tenemos que ponernos siempre profundos para encontrarle sentido a los textos que escribimos. ¿Dónde están los textos alegres? Las risas. Esos sí que son difíciles de escribir, eh.
O las fotos bonitas sin más. Sin pretensiones. Coges la cámara, te das un paseo tranquilito y vuelves. Fotos de hojitas de colores. Las ordenas cromáticamente para parecer que las hiciste con esa intención y a correr.
Muchas de estas fotos se hicieron ese puente de diciembre que diluvió en toda España. Y qué bonito es pasear también bajo la lluvia con un chubasquero y una cámara.