Un nuevo atributo para Dios

Daniel siempre se había sentido intrigado por el paso del tiempo. Ya desde pequeño sus padres se miraban extrañados cuando le veían absorto tocando un objeto y diciendo saber el tiempo que tenía desde su creación. Si no fuera porque lo atribuían a un cándido juego infantil y al gusto por las matemáticas, lo habrían mandado al médico. Le duró toda la infancia y parte de su juventud, momento en que dejó de compartir sin filtro alguno su apuesta por la longevidad de cada cosa que palpaba. En esos años prefirió simplemente sonreír para sus adentros, como el que calla una verdad ingrata.

Pero en realidad Daniel jugaba con ventaja. Tenía el extraño don de conocer al instante el tiempo real de cada objeto que tocaba desde el momento de su creación. El dato le asaltaba sin saber cómo en forma de certeza nítida. Incluso hasta las horas exactas podía descifrar.

Segundos después llegaba también otra información más confusa, mucho más desdibujada. Casi como un sueño del que apenas consigues recordar según te despiertas. Eran los restos de las emociones y vínculos depositados en dicho objeto por todas aquellas personas que habían interactuado con él a lo largo de su existencia. Cada vez que Daniel se abría a su don al tocar cualquier cosa, se estremecía reviviendo pálidamente todo ese  amasijo de vivencias concentradas en pocos segundos. Siempre era una experiencia demasiado intensa. Siempre había demasiadas voces.

¿Dónde iban a parar todas esas vivencias? ¿Qué habría sido de ellas si no hubiera estado él para rescatarlas reviviéndolas? Era algo que le atormentaba. Acabó llegando a la conclusión de que a los clásicos atributos que se le otorgan a Dios (omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia…) habría que sumarle el poder vivir simultáneamente, y en una sola conciencia, todos los acontecimientos y emociones que tuvieron, están teniendo y tendrán lugar en la existencia del universo. ¡Alguien tenía que aglutinar toda esa información y guardarla de manera perenne al vivirla en un instante constante!

Ahora ya de adulto, con más callo en el estómago para aguantar el ímpetu de ese torrente emocional, Daniel se dedicaba a visitar museos de todo tipo y frecuentar los edificios sacros (nada como  las iglesias para poder tocar disimuladamente las imágenes, esculturas, tallas, y todo lo que se ponga a tiro). A pesar de la experiencia, tenía que medir bien sus fuerzas y ser selectivo con aquello que escogiera para “ser traspasado” (como le gustaba describirlo). Por ejemplo, en su día ya aprendió la lección de que las armas (lanzas, espadas, etc) eran mejor dejarlas aparte. Tardaba días en recuperarse. En general cualquier objeto de valor que fuera blanco fácil de la codicia tenía siempre una historia indigesta detrás.

Supongo que a estas alturas os podréis imaginar qué eligió Daniel como profesión para el resto de su vida, ¿no? Efectivamente: restaurador de arte.

Bed and Breakfast

Ojalá me lo hubieras pedido a mí el coger un maldito avión y perdernos por las calles de ciudades donde nadie nos conociera.


Ojalá me hubieras pedido a mí dormir poco, bailar mucho, gastar nuestros ahorros en conciertos, enamorar a tu abuela, enviarnos memes de por vida, probar todas las pizzas de la ciudad y después quemarlo todo.

Entrar en tu mundo interior que tanta risa y ternura me genera. Hacerte fotos en contrapicado, contarnos el día, ir a ver exposiciones, hacerte pasar vergüenza a través de tu ventana y mirar todas las temporadas de Crims.

Ojalá me hubieras pedido a mí que existiera un nosotros, pero sin comidas familiares.

Hacernos reír en las bajonas y celebrar las victorias.


Y que, poco a poco, las ganas fueran a menos y la rutina acabara con nosotros hasta echarnos de menos en vida. Con todo llegara el frío invierno y al cruzarnos nosécuántotiempodespués bajáramos la mirada y disimuláramos la sonrisa.


Ojalá me lo hubieras pedido a mí, pero te habría dicho que no. 

Siempre nos quedará aquel Bed and Breakfast.




En la ciudad espiral

Se da en Tánger un fenómeno inusual por el cual el tiempo y el espacio se vuelven elásticos.

La primera vez que estuve allí olvidé qué día era. Aislada por las calles de la Medina tardé en enterarme por un correo de mi aerolínea de que el vuelo que debía haber cogido esa tarde había despegado sin mi.

La segunda vez que estuve allí me obsesioné con buscar la fuente en la que dos de mis vampiros favoritos se sentaron a esperar la muerte. En lugar de eso nos encontramos mil veces volviendo al punto de partida, algo imposible en un laberinto de miles de callejones serpenteantes. Concluimos que el problema era que la ciudad era un bucle, se movía a nuestro ritmo repitiéndose para que no nos perdiésemos.

La última tarde que pasé en Tanger la niebla del atlántico lo tapó todo. Envueltas por una nebulosa láctea paseamos guiadas por la magia de la ciudad espiral.

El Nueva York de Carmen Martín Gaite

La Visión de Nueva York de Carmen Martín Gaite está llena de collages, fotografías y textos. Al igual que en su día hizo esta escritora a la que admiro tanto, me he propuesto hacer un cuaderno de viaje sobre una ciudad a la que no me canso de ir. Pero los días pasan y mi cuaderno no crece, se ha quedado estancado en unas cuantas imágenes analógicas.

Supongo que es el primer paso. Tengo la base para que mis collages florezcan, aunque no le haya dedicado el tiempo suficiente. Quién sabe. A lo mejor algún día puedo marcharme unos meses fuera de mi ciudad y empezar a escribir, fotografiar, cortar y pegar sin tener que pensar demasiado.

Martín Gaite decía que lo raro es vivir. A mí vivir siempre me ha parecido rarísimo y por eso me siento muy unida a ella (además de porque sus libros me llegan al alma). Creo que hacer un álbum sería un buen homenaje.

Igual algún día de estos.

Siempre costó decir adiós

Amelia le contaba a su amiga  lo impactada que estaba tras la reciente muerte de su madre. Había vivido lo suficiente, 91 años,  pero los últimos tres años de vida fueron especialmente duros. El alzheimer y la demencia senil hicieron desaparecer a la mujer lúcida que tanto había idolatrado. Su muerte era en realidad una muerte a medias, a plazos. Para ser exactos empezó a morirse realmente cuando se le olvidaba momentáneamente quién era esa mujer tierna y afable que la visitaba sistemáticamente en la residencia. En un principio esos lapsus le duraban unos segundos y enseguida recobraba la memoria “Ay hija, qué tontorrona estoy. ¿Te puedes creer que se me había olvidado tu nombre?” preguntaba con risa forzosa para intentar ocultar su inquietud.

A los 5 meses ya no era capaz de reconocerla durante periodos de más de 1 hora, sin embargo era curioso cómo en las fotos de cuando era joven se seguía reconociendo y contaba los pormenores de sus amistades y de cuando conoció a su marido, el padre de Amelia.

Al año ya ni siquiera reaccionaba con curiosidad a las fotos de antaño. Miraba con curiosidad pasmada a Amelia, como confundiéndola con otra empleada más de la residencia.  

“Lo más duro no era que no supiera quien soy. Lo más duro fue ver cómo ni siquiera se acordaba de mi padre. ¡Mi madre adoraba a mi padre y ni siquiera era capaz de recordar que había estado casada toda su vida!” sollozaba Amelia.

Durante ese último año de vida de su madre, a pesar de que el diagnóstico no dejaba dudas, Amelia no se atrevió a tocar el dormitorio de su madre. Lo mantenía intacto: la cama, las fotos, los detalles de las estanterías… Como si su madre fuera a volver de un largo viaje y fuese a agradecerla encontrarlo todo tal como lo dejó.

Tras su muerte decidió que lo mantendría así de manera indefinida. Era el único espacio en que podía volver a encontrarse con la mujer que había sido su madre.

Estas piedras

Ya son muchos años fotografiando estas piedas. Piedras que dan calor y que son casa.

Alguien antes que yo las fotografió, con la misma cámara, con la misma admiración.

Esta luz calienta la piel y calienta el alma.

Septiembre tras septiembre estas piedras, este agua y esta luz me abrazan y me susurran: no estás sola, estoy contigo.

Welcome to a new world

Imagine a world where computers can imagine. Imagine a world where you don’t have to master your brushes to give form to your ideas. A world where you can tell computers how you feel, and they tell you how it looks like. This is where dreams come true.

How does this work? You tell /imagine to a computer and it replies. Isn’t it magic?

/imagine. This is how Midjourney dreams. This is how humans sparkled the change.

París no se acaba nunca

Qué emoción Paris.

He estado en esta ciudad unas cuantas veces pero siempre me agita un poco el corazón cuando ese amasijo de hierros gigante que es la Torre Eiffel aparece ante mis ojos. Qué emoción caminar mirando a los balcones, los neones de los estancos, las terrazas de los cafés, sin fijarte ni donde pisas.

Qué liberación llevar cargado en la cámara un carrete caducado hace veintipico años. Igual no sale nada, y qué. Quien necesita más fotos de París. Me despreocupo completamente de escudriñar cada escena callejera, de agudizar el ojo buscando la captura perfecta, para qué, si es posible que no salga nada. Hago las fotos que me apetecen, me da igual si son típicas, si total, igual no sale nada.

Al final han salido todas. Los irreales tonos azulados me hacen pensar en la utopía que es ser turista en una ciudad.

Y además, qué emoción un carrete caducado.

Todas las cosas que me gustan

A veces se me olvida lo mucho que me gusta escribir. El poder inventarme cualquier historia y soltarla al aire y que nadie sepa si lo que estoy contando ha pasado realmente. La vida, como los párrafos que escribimos, es un cúmulo de cosas que vamos percibiendo y cada una la interpretamos de una forma, así que nunca hay una verdad absoluta e irreparable.

A veces se me olvida lo mucho que me gusta el hormigón y ver y escuchar el mar en una playa donde apenas hay gente, lo mucho que me inspiran los días de lluvia y la sensación que me genera el entrar en una librería, vaya o no a comprarme nada.

A veces se me olvida que existe la cerveza y las terrazas al sol y la sesión de por las mañanas en el cine. A veces se me olvida que tengo amigas que me sostienen.

A veces, cuando me siento tan sola y me pregunto por qué estamos vivas, olvido agarrarme a todas esas cosas que me hacen sentir bien, que en realidad son muchas y que —por suerte— casi todas están al alcance de mi mano.

Una polilla exhausta

David llevaba ya varios meses febril. Lo que empezó como una simple atracción por una chica de su clase acabó convirtiéndose en un amor que lo consumía. Apenas había hablado con ella, no podía decir que la conocía, y sin embargo no podía quitársela de la cabeza. En sus dieciséis años de vida no le había dado nunca un enamoramiento  tan fuerte.

"¡Pero si no la conozco! ¿cómo puedo estar tan enamorado de ella? ¿cómo puedo ser tan superficial?" se fustigaba a sí mismo.

Al inicio de curso habían intercambiado amablemente alguna palabra, pero en algún momento dado, y de un día para otro, dejó de hablarle sin motivo. Empezó a mostrarse esquiva y simplemente cordial. 

El dolor del anhelo le florecía y poblaba su pecho, y con esta inspiración David empezó a desconfiar de lo "bello" y de lo "cómodo", de lo "mundano". Empezó a disfrutar del hambre y del dolor, como forma de honrar a ese amor no correspondido. Dejó de beber alcohol con los colegas, y las tardes de los viernes se las pasaba sentado en un banco, con la mirada perdida en el cielo y descifrando los mensajes ocultos que las nubes le mandaban.

El sentido de las cosas fue perdiendo su color y poco a poco fue consagrando su pensamiento a ella y al amor que le lavaba el alma. Coincidía que, como encargo de la clase de literatura, estaba leyendo El Quijote y eso le marcó de por vida. Reconocía ese ideal caballeresco del amor en su propia experiencia y lo asumió sin complejos.

 Cuando llegaban los fines de semana sufría más aún ¡porque no podía ni siquiera coincidir con ella en el instituto para mirarla al menos algunos minutos a hurtadillas!.  Para qué hablar de los festivos y los puentes: ¡habían pasado a ser una tragedia! 

No sabía dónde vivía ella exactamente, pero conocía su barrio. Empezó dar paseos sólo, con la excusa de despejarse la cabeza. Pero sin saber cómo, acababa aproximándose a las calles en las que intuía que podría estar su casa. Acabó "paseando" varias veces por semana, a diferentes horas para propiciar el fortuito encuentro, hasta que finalmente sucedió. Coincidieron en el paso de cebra de una calle ancha. Sólo  duró lo que tardaron en cruzar juntos el paso de peatones, no más. Bastó para que a David le empezara a sangrar la nariz de la subida de tensión que tuvo al verla de repente. Después de aquella experiencia, y con la certeza inequívoca de los ludópatas aficionados con las tragaperras, comenzó a frecuentar aún más las calles aferrándose a la ridícula probabilidad de volver a cruzarse. 

Por las noches, mientras dormía, David soñaba a menudo que salía nuevamente a recorrer las calles. En sus sueños le acompañaba su padre y siempre era de noche, tarde. Las calles estaban desiertas. Ni un alma las recorría: ni coches, tiendas abiertas, ni escaparates encendidos. Sólo las farolas alumbrando el suelo húmedo tras la lluvia. Las farolas y las polillas, que constantemente aporreaban en su vuelo el cristal de la farola. Al igual que David, no cesaban en su empeño. Una tras otra chocaban y caían aturdidas para remontar el vuelo al momento. 

David las miraba fijamente, atónito, reconociéndose. Las polillas confundían la farola con la luna y persistían en su error hasta que, exhaustas, les costaba la vida.